Leyenda del camalote
Dicen que antes, en el Río Paraná, no existían los camalotes. Que la tierra era tierra, el agua, agua y las islas, islas. Antes, cuando no habían llegado los españoles y en las orillas del río vivían los guaraníes.
Fue en 1526
cuando los hombres de Diego García remontaron lentamente primero el Mar Dulce y
después el Paraná, pardo e inquieto como un animal salvaje, a bordo de una
carabela y un patache. El jefe llegaba como Gobernador del río de Solís, pero
al llegar a la desembocadura del Carcarañá se encontró con que el cargo ya
estaba ocupado por otro marino al servicio de España, Sebastián Gaboto. Durante
días discutieron los comandantes en el fuerte Sancti Spiritu, mientras las
tropas aprovechaban el entredicho para acostumbrar de nuevo el cuerpo a la
tierra firme y recuperar algunas alegrías. Exploraron los alrededores y
aprovecharon la hospitalidad guaraní. Así fue que una joven india se enamoró de
un soldado de García. Durante el verano, mientras García y Gaboto abandonaron
el fuerte rumbo al interior, ellos se amaron. Que uno no comprendiera el idioma
del otro no fue un obstáculo, más bien contribuyó al amor, porque todo era risa
y deseo. Nadaron juntos en el río, ella le enseñó la selva y él el bergantín
anclado en la costa; él probó el abatí (maíz en guaraní), el chipá (pancitos
elaborados con mandioca), las calabazas; ella el amor diferente de un
extranjero.
Mientras tanto,
las relaciones entre los españoles y los guaraníes se iban desbarrancando. Los
indios los habían provisto, los habían ayudado a descargar los barcos y habían
trabajado para ellos en la fragua, todo a cambio de hachas de hierro y algunas
otras piezas. Pero los blancos no demostraron saber cumplir los pactos, y
humillaron con malos tratos a quienes los habían ayudado a sobrevivir. Hasta
que los indios se cansaron de tener huéspedes tan soberbios y una noche
incendiaron el fuerte. Los pocos españoles que sobrevivieron se refugiaron en
los barcos, donde esperarían el regreso de Gaboto y García.
Después del
incendio, el amor entre el soldado y la india se volvió más difícil, más
escondido y más triste. Todos los días, en sus citas secretas, ella intentaba
retenerlo con sus caricias y sus regalos y, sin embargo, no conseguía más que
pulir su recelo.
Hasta que
llegaron los jefes, se encontraron con la tierra arrasada y decidieron volver a
España por donde habían venido.
Las semanas de
los preparativos fueron muy tristes para la muchacha guaraní, que andaba todo
el día por la orilla, medio oculta entre los sauces, esperando ver a su amante
aunque sea un momento. Y, como no hubo despedida, la partida en cierto modo la
tomó de sorpresa. Una mañana apenas nublada, cuando llegó hasta el río, vio que
los barcos se alejaban. Los miró enfilar hacia el canal profundo y luego
navegar, siempre hacia abajo, con sus mástiles enhiestos y sus estandartes al
viento. Después de un rato eran ya tan chiquitos que parecía imposible que se
llevaran tanto... Y, enseguida, el primer recodo se los tragó.
Durante días y
días la india lloró sola el abandono: hubiera querido tener una canoa, las alas
de una garza, cualquier medio que le permitiera alejarse por el agua, más allá
de los verdes bañados de enfrente, llegar allí donde le habían contado que el
Paraná se hace tan ancho y tan profundo, para seguir la estela de los barcos y
acompañar al culpable de su pena.
Todos sus
pensamientos los escucharon los porás (espíritus invisibles vinculados con los
animales y las plantas, que pululaban por los ríos y los montes) de la costa,
que se los contaron a Tupá (dios de las aguas, lluvia y granizo) y su esposa,
dioses del agua. Y una tarde ellos cumplieron su deseo y la convirtieron en
camalote. Por fin se alejaba de la orilla, por fin flotaba en el agua fresca y
oscura río abajo, como una verde balsa gigantesca, arrastrando consigo troncos,
plantas y animales, dando albergue a todos los expulsados de la costa, los
eternos viajeros del río.
Fuente: Tomada del muro facebook: Leyendas Argentinas
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